Deuda con la memoria comunitaria de los pueblos ancestrales

alt="cuadro al óleo sobre tela de José Artigas dictando a su secretario Monterroso. El autor del cuadro es Pedro Blanes Viale"
Artigas dictando a su secretario Monterroso, óleo sobre tela, por Pedro Blanes Viale.
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¿Por qué es tan vigente el Reglamento de Tierras, que un 10 de setiembre de 1815 devolvió estancias a los “nadie” y abonó la tradición guaraní?

Por Daniel Tirso Fiorotto

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El Reglamento de Tierras, fruto de la revolución federal, estuvo enmarcado en una serie de documentos liminares y luchas, donde la sangre indígena y gaucha se puso al servicio de la “soberanía particular de los pueblos”, es decir, no del verticalismo militar, corporativo, estatal, sino de las comunidades autónomas, y de la unidad en la diversidad, hacia una confederación. Todo muy lejos del federalismo lavado y vertical, ese contrasentido prendido con alfileres en nuestra Constitución.

Corría 1815. Este 10 de setiembre se cumplieron 207 años de la firma del Reglamento. Se imponía entonces la monarquía y la concentración del poder, pero esta reforma agraria en cambio cuajaba en otro patrón que se entiende mejor en la rama artiguista encabezada por Andrés Guacurarí. Era la democracia llamada inorgánica que, como dice Oscar Bruschera, “no desciende de las normas de un derecho nacional y abstracto, sino que brota, casi como una fuerza de la naturaleza”.

Tierra para los pueblos ancestrales, los afroamericanos, los gauchos pobres, las viudas con hijos. ¿De dónde sacar esas superficies? De “los malos europeos y peores americanos”, es decir, los privilegiados que se resistían a la revolución.

Familias con acceso al suelo que les daría alimentos y posibilidades de intercambios. Pueblos emancipados, con sus propias leyes, sus propios puertos. Confederación de pueblos con una capital cualquiera pero que no fuera la heredera de la colonia, es decir Buenos Aires (hoy el AMBA, la capital y sus alrededores dentro de la provincia de Buenos Aires). La revolución federal trunca está en las antípodas del sistema actual y por eso continúa interrogándonos, si las crisis crónicas de la Argentina exhiben las fallas del sistema triunfante.

alt="la estatua de andrés Guacurarí, en la ciudad de Posadas, erigida a orillas del río Paraná; detrás, a la izquierda,hay un inmueble; a la izquierda hay gente con banderas"
Andrés Guacurarí. Una estatua en Posadas exalta la imagen del prócer argentino.

Mandisoví y el Espinillo

Era el mismo año 1815 en que el litoral argentino oriental, la Liga de los Pueblos Libres, había izado la bandera tricolor en homenaje a la sangre derramada por la independencia y la república. Un año y pico antes, 1813, los pueblos guaraníes luchaban en Mandisoví, en cercanías de la actual Federación, convencidos algunos de que el camino era la soberanía particular de los pueblos, objetivo central de las luchas artiguistas, y otros enrolados con el poder unitario porteño. Y también los orientales y entrerrianos resistían en la vecindad de los arroyos Espinillo y Sauce, a poco de Paraná, una invasión colonial porteña (1814) destinada a destruir la revolución federal y matar a José Artigas, para implantar el sistema vertical, es decir, una cierta continuidad con distintos nombres. Es inocultable la presencia entrerriana en esta fuente autonomista. La amistad entrerriano oriental, la hermandad de estos pueblos, cargaba con una tradición milenaria desde las culturas comunitarias que tenían a los ríos como plazas, no como fronteras, desde hacía por lo menos dos mil años.

Con las derrotas de las resistencias indígenas y de la revolución federal, seguidas de las derrotas de otras gestiones federales e indígenas, en Paysandú con Leandro Gómez y Lucas Píriz, en el noroeste con Peñaloza y Varela, en Entre Ríos con López Jordán, en Neuquén con Sayhueque, en Paraguay con Francisco Solano López, por dar algunos ejemplos diversos, al país le pusieron un traje del sistema vertical, despótico, racista, uniformador, colonizado, anticomunitario, con sectores de privilegio que viven parasitando lo poco que queda de la vida comunitaria. Y donde el Estado se maquilla de padre benefactor para desplazar los lazos comunitarios, desvirtuando las relaciones horizontales.

Decíamos que en las Misiones lideradas por Guacurarí se nota quizá con mayor transparencia la revolución federal comunitaria (con Entre Ríos como protagonista también), porque allí se comprendió la doctrina de la “soberanía particular de los pueblos” unidos en confederación.

“Los cabildos misioneros tuvieron mayor representatividad y mucho más importancia política que los de Corrientes o Buenos Aires”, dice el estudioso Salvador Cabral. En ese mundo ancestral, que incorpora algunas experiencias de Europa, el federalismo y la independencia fluyen con las convicciones autonómicas y con el acceso a parcelas para el trabajo colectivo. Si para toda la Liga de los Pueblos Libres el Reglamento de Tierras es una de las bisagras fundamentales de la revolución, para las comunidades indígenas de antigua base grupal, y comprometidas en esa revolución, significa una reivindicación extraordinaria.

Veamos esa participación horizontal en una de las instituciones, según la voz de Salvador Cabral. “Los cabildos de la provincia misionera gobernada por Andresito Artigas (Guacurarí) eran todo lo contrario (a los demás cabildos sometidos a los monarcas). Traídos por los jesuitas al seno de sus comunidades, como órganos de deliberación y resolución, y teniendo en cuenta el carácter democrático de la organización de los guaraníes precolombinos, con sus asambleas capacitadas para destituir caciques, el cabildo llegó a ser una verdadera síntesis, de la democracia elemental de los indígenas, y de la institución traída por los castellanos. Si bien en las organizaciones misioneras los cabildos tenían una gran importancia, cuando el gobierno de Andresito, ausentes los sacerdotes de paternalismo influyente, e integrados a la Confederación artiguista, intransigente éste (Artigas) en su posición de la ‘soberanía particular de los pueblos’, los cabildos guaraníes misioneros vuelven a tomar una dimensión, quizá mayor aún que la que tenían cuando las viejas misiones. Toda la economía de la zona estaba bajo la administración de los mismos”.

Mirarse el ombligo

Dice el estudioso Juan González: “Andresito, criado por su madre india guaraní e instruido por el cura párroco de Santo Tomé, Martín Céspedes, fue aprendiendo a leer y escribir español, como ampliar sus conocimientos, y con él seguramente las ideas republicanas y democráticas que le harían entender cómo la cultura de su pueblo histórico es superadora en su sentido humanista, en convivencia solidaria, comunitaria. Entender la importancia de su relación con la naturaleza tan profundamente incorporada en su lengua originaria”.

Un dato muy significativo para los entrerrianos: saber que, ya en la declinación de la lucha federal, mientras varios caudillos y combatientes presos con Guacurarí en Brasil volvían a Montevideo, Andresito en cambio quería radicarse en Concepción del Uruguay. Guacurarí, uno de nuestros próceres principales, combatió como otros contra la opresión portuguesa y por la vida comunitaria. Pero invadidos por la historia “oficial” porteña hemos sacado de la educación formal la conciencia comunitaria y nuestras luchas por la independencia enfrentando a Portugal, para concentrarnos en lo que hizo, claro, Buenos Aires, si es sabido que el colonizador vive mirándose el ombligo. Del mismo modo, influidos por la cultura militar guerrera, solemos destacar a los pueblos de espada o con pirámides y menospreciar la lengua impregnada de biodiversidad y la economía de reciprocidad, tesoros ancestrales inconmensurables de nuestro litoral.

Al volver la mirada a la relación espiritual de las comunidades con el territorio y con los alimentos, en ocasión del Reglamento que recordamos en este mes; y volverla cuando el país sufre el desarraigo, el destierro y el hacinamiento de millones (flagelos que cruzan diversas gestiones de gobierno por décadas y que están vigentes hoy), nos preguntamos por las respuestas ancestrales a problemas actuales. Respuestas tan claras y a la vez tan ninguneadas por el poder vertical expresado en las corporaciones y los estados nacional, provinciales, municipales, y sus partidos gobernantes. Tierra, saberes, biodiversidad, alimentos, comunidad, autonomía, van de la mano, se potencian mutuamente. Territorio en suma.

alt="Corpachada. Los pueblos ancestrales rinden tributo grupal a la Pachamama"
Corpachada. Los pueblos ancestrales rinden tributo grupal a la Pachamama.

Ninguneo de la vecindad

Si consideramos la interpretación de Silvia Rivera Cusicanqui acerca de la diferencia entre la esfera del “tejido” en el género femenino y la esfera del “mapa” en el masculino, podemos decir que el estado y las corporaciones, con sus fuerzas militares, sus fronteras, sus leyes, sus bajadas de línea, su control de las finanzas, sus medios hegemónicos, constituyen el mapa; en cambio las comunidades, las relaciones barriales, campesinas, familiares ampliadas, los vínculos con el paisaje, la artes, por encima de las fronteras incluso, pertenecen a la esfera del tejido.

Así como en una casa lucen las paredes, la mampostería, pero el edificio está sostenido por las columnas, las vigas, los fierros, el hormigón, si hacemos un paralelo con la sociedad veremos las paredes, lo que luce, lo que se muestra, que serían las corporaciones, los medios masivos, las estructuras de poder, los estados, pero las columnas y las vigas son las comunidades. Las culturas, los conocimientos (tradiciones, símbolos, espiritualidades), los vínculos, los símbolos, las lenguas que expresan estas cosmovisiones de las comunidades, son los cimientos y las columnas. Pero los sectores de poder efímero toman preeminencia y pisan esa vida comunal, de modo que las mismas comunidades llegan a confundirse y delegar todas las funciones en sistemas verticales.

El tejido que sostiene las naciones está compuesto por comunidades. El barullo del poder confunde, como confunde la pintura de una casa que oculta debilidades, grietas, humedades. El silencio oscuro de una viga escondida simboliza el silencio de las comunidades que, como veremos, ni siquiera salen de su urdimbre cuando parecen participar de la vida llamada “pública”, porque lo hacen a veces en estructuras verticales que no las expresan.

El poder es efímero. Como la pared, se puede cambiar, se puede pintar, se puede abrir para colocar una ventana. Lo que da solidez al edificio, las columnas, las vigas, en la nación son las comunidades. Claro que de un modo distinto: en la casa el sostén es rígido, en la sociedad el sostén es elástico; las rigideces son fuentes de conflicto y destrucción. Y en esa rigidez encajan no sólo las estructuras verticales militares sino también las estructuras verticales políticas. Ocurre hasta en pequeños poblados que un intendente, por caso, antes que escuchar a su vecindad obedece los mandatos de Buenos Aires.

Hablamos de comunidades diversas que han tenido base cultural en la armonía y la reciprocidad, y sabemos que la mayoría de ellas ha sufrido el deterioro del tejido social por la conquista y la colonización, y aquellas sobrevivientes incluso en muchos casos se ven obligadas a absorber valores y sistemas extraños que las desnaturalizan.

El municipio, la provincia, la nación, los jueces, los legisladores, los periodistas, los sindicalistas, los intelectuales, los empresarios, los colegios profesionales, nos presentamos con tanta fuerza y tanta propaganda que en ese barullo se pierde el día a día del barrio, la familia, los grupos más o menos extendidos. Se pierde, es cierto, para quien no esté abierto a los mensajes del silencio.

Tierra y comunidad

La comunidad está menospreciada e invadida, tapada por el ruido de las estructuras pasajeras de poder. Se expresa por ahí en asambleas, cooperadoras, vecindad, reclamos por la licencia social, y en tramas diversas. Si las comunidades advirtieran que no son mampostería sino columnas, que son las vigas, actuarían en consecuencia.

Como dice la protagonista de un cuento de la escritora Ana María Martínez en referencia al barrio Humito de Paraná: “El día que esta gente se dé cuenta que con los caballos y los carros pueden tomar la plaza de Mayo, nadie los va a parar nunca jamás”.

Pero la función del Estado y las corporaciones y las instituciones dadoras de prestigios y estatus dentro del sistema occidental moderno, impuesto como receta colonial, consiste en ocultarles a las comunidades su importancia superior, intervenir esa trama, reemplazar la vida comunitaria por acciones verticales a través de varias vías, una de ellas el soborno, con sus mil y una caras bonitas.

La trama, insistimos, es fuerte y flexible, capaz de soportar acciones invasivas. La comunidad tiene el atributo de simular inexistencia, de formar fila en apariencia, pero cuando las recetas importadas muestran sus resultados devastadores, allí está la trama, la comunidad, reverdeciendo. Y es lo que se espera cuando el mundo se apega a sistemas destructivos del ambiente o naturaliza los arsenales nucleares, esas espadas de Damocles sobre las especies.

Desde la visión occidental moderna racionalista, individualista, se suele acusar a la comunidad de reaccionaria, de entorpecer cambios. En esos casilleros somos incapaces de comprender las condiciones extraordinarias del ser humano en comunidad hospitalaria, del trabajo colectivo y festivo (la minga); de la armonía con el resto de la naturaleza, de las personas inclinadas ante la Pachamama. Por miles de años se han desplegado comunidades bajo el principio del vivir bien y buen convivir, es decir, sin escindir la especie humana de la biodiversidad. Cuando nos estamos topando con los límites del supuesto crecimiento advertimos que aquellos saberes recuperan su verdor. El Reglamento de Tierras se dictó, pues, en un marco comunitario que se muestra mejor en el norte de la mesopotamia pero nos expresa a todos. No se trata sólo de dividir parcelas y repartirlas para continuar con normas verticales, sin participación auténtica de la vecindad. Al Reglamento hay que mirarlo en su contexto, y ese contexto se comprende en los saberes guaraníes que dicen comunidad, territorio, reciprocidad, horizontalidad, armonía de nuestra especie con el resto de la biodiversidad, bajo el lema “que los más infelices sean los privilegiados”, donde “nadie es más que nadie”. Por donde se lo mire, el Reglamento de Tierras interpretado en su ambiente es un reproche al sistema vertical despótico vigente hoy que, por distintas vías, ningunea y parasita la vida comunitaria.

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1 Respuesta

  1. 17/11/2022

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