La literatura de terror conquista territorio a fuerza de premios y una renovación de sus tópicos

"Cada época tiene el monstruo que se merece", asegura el escritor paranaense Ricardo Romero. Una definición que le cae como anillo al dedo al conserje Juan Drodman, protagonista de esta novela.
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La potencia actual del terror viene de la mano de una renovación que habilita el maridaje con otros géneros como la ciencia ficción o la novela negra, el desplazamiento hacia nuevos escenarios que se apartan de las temáticas clásicas.

Los premios a “Nuestra parte de la noche”, de Mariana Enriquez, y “La claridad”, de Marcelo Luján, sumado a la reciente decisión del Fondo Nacional de las Artes de incluirlo como uno de los tres únicos géneros que se admitirán en la próxima edición de su certamen de letras, le otorgan al terror una centralidad inesperada que ya venía tomando cuerpo a partir de tramas contemporáneas que captan la extrañeza de la vida cotidiana, insinúan las ambiguedades de la realidad y humanizan lo monstruoso.

La potencia actual del terror viene de la mano de una renovación que habilita el maridaje con otros géneros como la ciencia ficción o la novela negra, el desplazamiento hacia nuevos escenarios que se apartan de los fantasmas, las casas embrujadas o los pueblos poseídos y su apertura hacia temáticas que habitualmente capitalizaba el realismo como las secuelas de la dictadura o una idea del campo alejada de lo bucólico y ligada en cambio a la explotación y a las plantaciones tóxicas.

Lo inquietante como tópico ya no parece antojadizo luego de que un virus invisible pero letal como el coronavirus dislocara el ritmo de las sociedades. La pandemia vino a recordarnos que la existencia está llena de sucesos y criaturas que nos perturban, una certeza que recupera hoy el terror a través de narraciones donde lo siniestro se genera al interior de las comunidades y no como amenaza externa o fuerza sobrenatural.

Mariana Enriquez es autora de “Nuestra parte de la noche” y “Las que cosas que perdimos en el fuego”, entre otras obras.

La narrativa argentina tiene una discontinua tradición de relatos anclados en un género que siempre ha sido condenado a un lugar de marginalidad, pese a que lo han retomado episódicamente autores como Antonio Di Benedetto, Abelardo Castillo, Ana María Shúa y Horacio Quiroga, que legó dos exponentes notables como “El almohadón de plumas” –la historia de una mujer que languidece por un pequeño monstruo que habita en su almohada- o “La gallina degollada”, el relato de los hermanos con retraso madurativo que asesinan a la hermana lozana e inteligente.

A diferencia de esos hitos discontinuos, en los últimos tiempos, el terror tomó envión en la escena literaria a partir de narradores que casi en simultáneo lo alojan en sus tramas, desde lo siniestro cuidadosamente administrado en “Distancia de rescate” de Samanta Schweblin hasta los abordajes más totalizantes de Diego Muzzio en “Las esferas invisibles”, Luciano Lamberti en “La masacre de Kruguer” o Mariana Enriquez en “Las que cosas que perdimos en el fuego” y “Los peligros de fumar en la cama”.

Esta refundación del terror desde una imaginería más próxima al registro realista que al regodeo sobrenatural suma adeptos entre los lectores y capta el interés de los jurados de premios, que se han inclinado por dar el triunfo a obras que sobrevuelan este género: “Nuestra parte de la noche”, de Enriquez, se quedó con el prestigioso Premio Herralde –al que se sumó hace unas semanas el Celsius, otorgado en el marco de la Semana Negra de Gijón- y el Premio Ribera del Duero recayó en el argentino Marcelo Luján por su volumen de relatos “La claridad”. Un par de años antes, “Distancia de rescate” resultó ganadora del Premio Tigre Juan y el Premio Shirley Jackson, pero además fue nominada al prestigioso Premio Man Booker.

“Los recursos del terror clásico son maravillosos para aplicarlos a cualquier historia de ficción. Pero el terror moderno tiene la particularidad de intentar modificar y revolverlos –explica Luján a Télam-. Esto se está observando mucho en el audiovisual: desde el punto de vista narrativo, ¿qué diferencia hay entre los zombis de The Walking Dead y los zombis de esa serie francesa extraordinaria que es Les Revenants?”.

“La diferencia es abismal, y no solo por la apariencia física: porque a los segundos se los está humanizando por completo. Son renacidos que tienen problemas humanos. Entonces, a todos los efectos, son humanos. Y si son humanos el componente fantástico queda en un segundo plano y la lectura de la historia se instala, increíblemente, en el naturalismo. El muerto que vuelve a la vida y no tiene casa porque sus hijos la vendieron y ya se repartieron la herencia, es un problema del todo humano. Deberíamos empezar a diferenciar estas cuestiones, deberíamos saber leer estos conceptos del ‘anti-monstruo’ o del ‘anti-fantasma”, señala.

¿El terror es un género que habilita experiencias infrecuentes para los que escriben ficción: que permite tematizar sobre lo inexplicable, incluir un conjunto de inquietudes que el realismo tal vez restringe? “Todo eso. Aunque supongo que en mi caso escribo terror, fantástico o ciencia ficción (tengo cuentos que pueden pensarse en cada uno de esos géneros) porque también me da la posibilidad de experimentar algo que sucede solo en el ámbito de lo literario, que es una imitación artificial de lo real. Es una búsqueda casi religiosa” sostiene Lamberti.

“¿Porque veo y leo y escribo terror? Supongo que, frente a una realidad donde la experiencia se escatima cada vez más, donde vivimos flotando en el líquido amniótico de internet, una experiencia fuerte, intensa, es un bien muy preciado. Además: es divertido”, agrega el autor de “La casa de los eucaliptos” y “La maestra rural”.

«Los recursos del terror clásico son maravillosos para aplicarlos a cualquier historia de ficción. Pero el terror moderno tiene la particularidad de intentar modificar y revolverlos»

Marcelo Luján
 

El escritor y editor Ricardo Romero, que en su novela “El conserje y la eternidad” toma recursos del género para formular la historia de un personaje monstruoso que patrulla los corredores de un edificio en tres momentos cruciales de la historia argentina, indica que el terror, como también el fantástico o la ciencia ficción, antes que nada le interesan “como lector, como espectador”.

“Y eso hace que inevitablemente atraviesen de una u otra forma mi escritura. Es si se quiere una cuestión de cómo está calibrada mi sensibilidad, porque va más allá de los imaginarios y temas, que es una primera instancia, pero no necesariamente la única. Es una forma de relacionarme con el mundo, de experimentar el mundo”, apunta.

“El elemento fundamental, creo, sigue siendo lo desconocido. Lovecraft en ese sentido es completamente contemporáneo: el terror cósmico, inasible, amorfo, que pone en perspectiva nuestra insignificancia. En ese sentido, ‘El innombrable’ de Beckett es una extraordinaria novela si no de terror, al menos terrorífica. A veces eso desconocido se articula dentro de la temática, del argumento, pero muchas veces está en el clima, en la articulación poética, incluso en la sintaxis”, sostiene Romero.

Muchos de los autores que transitan hoy el terror lo hacen a través de formatos híbridos que no necesariamente los inscriben de lleno como cultores del terror, pese a que apelan a algunos de sus arquetipos –vampiros, zombis, mutantes o payasos sinestros- y al viejo tópico de que las cosas no son lo que parecen, renovado en historias donde lo inquietante está asociado a la depresión, el maltrato familiar, la violencia de género o el abuso de drogas.

Lamberti advierte que “un cuento de terror se advierte a primera vista, no tanto por los elementos o la clase de personajes, sino más bien por el clima que genera, por los efectos de lectura que produce, y que van más allá de los temas o los ‘monstruos’ que uno puede imaginarse al respecto”.

Marcelo Luján es autor de “La claridad” y “El Desvío”, entre otras obras.

Sin embargo, sus condiciones narrativas pueden ser irrumpir en textos que a priori no fueron pensados bajo los protocolos del terror: “Hay ciertos climas de Saer, por ejemplo, que son terroríficos: su descripción de lo rural como de una zona llena de amenazas (pienso, por ejemplo, en novelas como ‘El limonero real’ y ‘Nadie nada nunca’) generan atmósferas muy inquietantes y perturbadoras. El terror, como cualquier género, es amplio, y suele contagiar a escritores que no soñarían con escribir género”, asegura.

“No sé qué elementos convierten a un texto de ficción en un cuento de terror porque eso me gusta que lo exprese y sienta el lector. Evidentemente, si en la primera página de un cuento confirmamos la presencia de un fantasma, de un zombi, de un vampiro, el relato querrá escorarse hacia el terror. Pero no es excluyente. Y ahí entra en juego la humanización de ese ser, en principio, extraordinario”, explica Luján.

“La hibridez, el mestizaje, siempre será algo productivo: lo es en genética y lo es en literatura. En ‘La claridad’ me di cuenta de que los componentes fantásticos conviven y se potencian muy bien con las variables negras –asegura el argentino radicado en España-. Lo único que importa es la historia que queremos contar, y tiene que ser ella, la historia, quien lo determine todo, desde las decisiones técnicas más primarias, como puede ser la voz que contará el relato”.

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